Palabras de Vida del Gran Maestro

Capítulo 6

Cómo instruir y guardar a los hijos

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PUEDEN enseñarse en la familia y en la escuela preciosas lecciones deducidas de la obra de la siembra y de la forma en que la planta se desarrolla de una semilla. Aprendan los niños y los jóvenes a reconocer en las cosas naturales la obra de los agentes divinos, y serán capaces de posesionarse por la fe de beneficios invisibles. Cuando lleguen a entender la obra maravillosa que Dios hace para suplir las necesidades de su gran familia, y cómo hemos de cooperar con él, tendrán más fe en Dios, y se darán cuenta mejor de su poder manifestado en su propia vida diaria.

Dios creó la semilla, como creó la tierra, mediante su palabra. Por su palabra él le dio el poder de crecer y multiplicarse. Dijo: "Produzca la tierra hierba verde, hierba que de simiente; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su simiente esté en él, sobre la tierra: y fue así... Y vio Dios que era bueno". Es esa palabra la que todavía hace que brote la semilla. Toda semilla que hace subir su verde espiga a la luz del sol, declara el milagroso poder de esa palabra pronunciada por Aquel que "dijo, y fue hecho", que "mandó, y existió".

Cristo enseñó a sus discípulos a orar: "Danos hoy nuestro pan cotidiano". Y señalando las flores, él les dio la seguridad: "Y si la hierba del campo... Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros?". Cristo está constantemente trabajando para contestar esta oración y para cumplir esta promesa. Hay un poder invisible que está continuamente obrando como siervo del hombre para alimentarlo y vestirlo. Nuestro Señor emplea muchos agentes para hacer de la semilla, aparentemente tirada, una planta viva. Y él suple en la debida proporción todo lo que se necesita para perfeccionar la cosecha. He ahí las hermosas palabras del salmista:

"Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces con el río de Dios, lleno de aguas. Preparas el grano de ellos, cuando así la dispones. Haces se empapen sus surcos, haces descender sus canales: ablándasla con lluvias, bendices sus renuevos. Tú coronas el año de tus bienes; y tus nubes destilan grosura ".

El mundo material se halla bajo el dominio de Dios. Las leyes de la naturaleza son obedecidas por la naturaleza. Todo expresa y obra la voluntad del Creador. La nube y la luz del sol, el rocío y la lluvia, el viento y la tormenta, todo se halla bajo la vigilancia divina, y rinde implícita obediencia a su mandato. Es en obediencia a la ley de Dios como el tallo del grano sube a través de la tierra, "primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga". El Señor desarrolla estas etapas a su debido tiempo porque no se oponen a su obra. ¿Y será posible que el hombre, hecho a la imagen de Dios, dotado del raciocinio y del habla, sea el único que no aprecie sus dones y desobedezca su voluntad? ¿Serán los seres racionales los únicos que causen confusión en nuestro mundo?

En todas las cosas que tienden al sostén del hombre, se nota la concurrencia del esfuerzo divino y del humano. No puede haber cosecha a menos que la mano humana haga su parte en la siembra de la semilla. Pero sin los agentes que Dios provee al dar el sol y la lluvia, el rocío y las nubes, no habría crecimiento. Tal ocurre en la prosecución de todo negocio, en todo ramo de estudio y en toda ciencia. Y así ocurre también en las cosas espirituales, en la formación del carácter, y en todo ramo de la obra cristiana. Tenemos una parte que cumplir, pero debemos tener el poder de la Divinidad para unirlo con el nuestro, o nuestros esfuerzos serán vanos.

Cuando quiera que el hombre alcanza algo, sea en lo espiritual o en lo temporal, debe recordar que lo hace por medio de la cooperación con su Hacedor. Necesitamos grandemente comprender nuestra dependencia de Dios. Se confía demasiado en los hombres, y en las invenciones humanas. Hay muy poca confianza en el poder que Dios está listo para dar. "Coadjutores somos de Dios". Inmensamente inferior es la parte que lleva a cabo el agente humano; pero si está unido con la divinidad de Cristo, puede hacer todas las cosas por medio de la fuerza que él imparte.

El desarrollo gradual de la planta, desde la semilla, es una lección objetiva en la crianza del niño.

Hay "primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga". Aquel que dio esta parábola creó la semillita, le dio sus propiedades vitales, y ordenó las leyes que rigen su crecimiento. Y las verdades que enseña la parábola se convirtieron en una viviente realidad en la vida de Cristo. Tanto en su naturaleza física como en la espiritual él siguió el orden divino del crecimiento ilustrado por la planta, así como desea que todos los jóvenes lo hagan. Aunque era la Majestad del cielo, el Rey de la gloria, nació como un niño en Belén, y durante un tiempo representó a la infancia desvalida mientras su madre lo cuidaba. En la niñez hizo las obras de un niño obediente. Habló y actuó con la sabiduría de un niño y no con la de un hombre, honrando a sus padres y cumpliendo sus deseos en formas útiles, de acuerdo con la capacidad de un niño. Pero en cada etapa de su desarrollo era perfecto, con la sencilla y natural gracia de una vida exenta de pecado. El registro sagrado dice de su niñez: "El niño crecía, y fortalecíase, y se henchía de sabiduría, y la gracia de Dios era sobre él". Y de su juventud se registra: "Jesús crecía en sabiduría, y en edad, y en gracia para con Dios y los hombres".

Aquí se sugiere la obra de los padres y los maestros. Deben procurar cultivar las tendencias de la juventud para que en cada etapa de su vida puedan representar la belleza natural propia de aquel período, desarrollándose naturalmente como las plantas en el jardín.

Los niños exentos de afectación y que actúan con naturalidad son los más atractivos. No es prudente darles atención especial, y repetir delante de ellos sus agudezas. No se debe estimular la vanidad alabando su apariencia, sus palabras o sus acciones. Ni deben vestirse de manera costosa y llamativa. Esto aumenta el orgullo en ellos y despierta la envidia en el corazón de sus compañeros.

Debe cultivarse en los pequeños la sencillez de la niñez. Debe enseñárseles a estar contentos con los pequeños deberes útiles, y el placer y los incidentes propios de sus años. La niñez corresponde a la hierba de la parábola, y la hierba tiene una belleza peculiarmente suya. No se debe forzar a los niños a una madurez precoz, sino que debe retenerse tanto tiempo como sea posible la frescura y la gracia de sus primeros años.

Los niñitos pueden llegar a ser cristianos aunque tengan una experiencia proporcionada a sus años. Esto es todo lo que Dios espera de ellos. Deben ser educados en las cosas espirituales; y los padres deben darles toda la oportunidad que puedan para la formación de su carácter a semejanza del de Cristo.

En las leyes por las cuales Dios rige la naturaleza, el efecto sigue a la causa con certeza infalible. La siega testificará de lo que fue la siembra. El obrero perezoso será condenado por su obra. La cosecha testifica contra él. Así también en las cosas espirituales: se mide la fidelidad de cada obrero por los resultados de su obra. El carácter de su obra, sea él diligente o perezoso, se revela por la cosecha. Así se decide su destino para la eternidad.

Cada semilla sembrada produce una cosecha de su especie. Así también es en la vida humana. Todos debemos sembrar las semillas de compasión, simpatía y amor, porque hemos de recoger lo que sembramos. Toda característica de egoísmo, amor propio, estima propia, todo acto de complacencia propia, producirá una cosecha semejante. El que vive para sí está sembrando para la carne, y de la carne cosechará corrupción.

Dios no destruye a ningún hombre. Todo hombre que sea destruido se habrá destruido a sí mismo. Todo el que ahogue las amonestaciones de la conciencia está sembrando las semillas de la incredulidad, y éstas producirán una segura cosecha. Al rechazar la primera amonestación de Dios, el faraón de la antigüedad sembró las semillas de la obstinación, y cosechó obstinación. Dios no lo forzó a la incredulidad. La semilla de la incredulidad que él sembró, produjo una cosecha según su especie. De aquí que continuara su resistencia, hasta que vio a su país devastado y contempló el cuerpo frío de su primogénito y los primogénitos de todos los que estaban en su casa y de todas las familias de su reino, hasta que las aguas cubrieron sus caballos, sus carros y sus guerreros. Su historia es una tremenda ilustración de la verdad de las palabras de que "todo lo que el hombre sembrare, eso también segará". Si los hombres comprendieran esto, tendrían cuidado de la semilla que siembran.

Puesto que la semilla sembrada produce una cosecha, y ésta a su vez es sembrada, la cosecha se multiplica. Esta ley se cumple en nuestra relación con otros. Cada acto, cada palabra, es una semilla que llevará fruto. Cada acto de bondad bien pensado, de obediencia o de abnegación, se reproducirá en otros, y por medio de ellos, todavía en otros, así como cada acto de envidia, malicia o disensión es una semilla que brotará en "raíz de amargura", con la cual muchos serán contaminados. ¡Y cuánto mayor será el número de los envenenados por los "muchos"! Así prosigue la siembra del bien y del mal para el tiempo y la eternidad.

La liberalidad, tanto en lo espiritual como en las cosas temporales, se enseña en la lección de la semilla sembrada. El Señor dice: "Dichosos vosotros los que sembráis sobre todas aguas". "Esto empero digo: El que siembra escasamente también segará escasamente; y el que siembra en bendiciones, en bendiciones también segará". El sembrar sobre todas las aguas significa impartir continuamente los dones de Dios. Significa dar dondequiera que la causa de Dios o las necesidades de la humanidad demanden nuestra ayuda. Esto no ocasionará la pobreza. "El que siembra en bendiciones, en bendiciones también segará". El sembrador multiplica su semilla esparciéndola. Tal ocurre con aquellos que son fieles en la distribución de los dones de Dios. Impartiendo sus bendiciones, éstas aumentan. Dios les ha prometido una cantidad suficiente a fin de que puedan continuar dando. "Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida, y rebosando darán en vuestro seno".

Y abarca más que esto la siembra y la cosecha. Cuando distribuimos las bendiciones temporales de Dios, la evidencia de nuestro amor y simpatía despierta en el que las recibe la gratitud y el agradecimiento a Dios. Se prepara el terreno del corazón para recibir las semillas de verdad espiritual. Y el que proporciona la semilla al sembrador hará que éstas germinen y lleven fruto para vida eterna.

Cristo representó su sacrificio redentor por medio del grano echado en la tierra. "Si el grano de trigo no cae en la tierra -dijo Jesús-, y muere, él solo queda; mas si muriere, mucho fruto lleva". Así la muerte de Cristo producirá frutos para el reino de Dios. De acuerdo con la ley del reino vegetal, la vida será el resultado de su muerte.

Y todos los que produzcan frutos como obreros juntamente con Cristo, deben caer primero en la tierra y morir. La vida debe ser echada en el surco de las necesidades del mundo. Deben perecer el amor propio y el egoísmo. Pero la ley del sacrificio propio es la ley de la preservación propia. La sencilla enterrada en el suelo produce fruto, y a su vez éste es sembrado. Así se multiplica la cosecha. El agricultor conserva su grano esparciéndolo. Así en la vida humana: dar es vivir. La vida que se preservará será la que se dé liberalmente en servicio a Dios y los hombres. Los que sacrifican su vida por Cristo en este mundo, la conservarán eternamente.

La semilla muere para brotar en forma de nueva vida, y en esto se nos enseña la lección de la resurrección. Todos los que aman a Dios vivirán otra vez en el Edén celestial. Dios ha dicho de los cuerpos humanos que yacen en la tumba para convertirse en polvo: "Se siembra en corrupción; se levantará en incorrupción; se siembra en vergüenza, se levantará con gloria; se siembra en flaqueza, se levantará con potencia".

Tales son unas pocas de las muchas lecciones enseñadas por la viviente parábola de la naturaleza respecto del sembrador y la semilla. Cuando los padres y los maestros procuran enseñar estas lecciones, deben hacerlo en una forma práctica. Aprendan los niños por sí mismos a preparar el terreno y a sembrar la semilla. Cuando trabaja el padre o maestro puede explicarles acerca del jardín del corazón y la buena o mala semilla que allí se siembra, y así como el jardín puede prepararse para la semilla natural, debe prepararse el corazón para la semilla de la verdad. Cuando esparcen la semilla en el terreno, pueden enseñar la lección de la muerte de Cristo, y cuando surge la espiga, la verdad de la resurrección. Cuando crecen las plantas, puede continuarse con la relación entre la siembra natural y la espiritual.

A los jóvenes debe instruírselos en una forma semejante. Debe enseñárselas a trabajar el terreno. Sería bueno que todas las escuelas tuvieran terreno para el cultivo, Tales terrenos deberían ser considerados como el aula de Dios. Deben considerarse las cosas de la naturaleza como un libro de texto que han de estudiar los hijos de Dios, y del cual pueden obtener el conocimiento relativo al cultivo del alma.

Al trabajar el terreno, al disciplinarlo y sojuzgarlo, han de aprenderse lecciones continuamente. Nadie pensaría en establecerse sobre un terreno inculto, esperando que de repente produjera una cosecha. Se necesitan fervor, diligencia y labor perseverante para preparar el terreno para la semilla. Así es en la obra espiritual del corazón humano. Los que quieran beneficiarse con el cultivo del suelo, deben avanzar con la palabra de Dios en su corazón. Encontrarán entonces que el barbecho del corazón ha sido roturado por la influencia subyugadora del Espíritu Santo. A menos que el terreno sea objeto de arduo trabajo, no rendirá cosecha. Así también es el terreno del corazón: el Espíritu de Dios debe trabajar en él para refinarlo y disciplinarlo, antes de que pueda dar fruto para la gloria de Dios.

El terreno no producirá sus riquezas cuando sea trabajado por impulso. Necesita una atención diaria y cuidadosa. Debe ser arado frecuente y profundamente, a fin de mantenerlo libre de las malezas que se alimentan de la buena semilla sembrada. Así preparan la cosecha los que aran y siembran. Nadie debe permanecer en el campo en medio del triste naufragio de sus esperanzas.

La bendición del Señor descansará sobre los que así trabajan la tierra, aprendiendo lecciones espirituales de la naturaleza. Al cultivar el terreno, el obrero sabe poco de los tesoros que se abrirán delante de él. Si bien es cierto que no ha de despreciar la instrucción que pueda recibir de los que tienen experiencia en la obra, y la información que puedan impartirle los hombres inteligentes, debe obtener lecciones por sí mismo. Esta es una parte de su educación. El cultivo del terreno llegar a ser una educación para el alma.

El que hace que brote la semilla y la cuida día y noche, el que le da poder para que se desarrolle, es el Autor de nuestro ser, el Rey del cielo, y él ejerce un cuidado e interés aun mayores hacia sus hijos. Mientras el sembrador humano está sembrando la semilla que mantiene nuestra vida terrenal, el Sembrador divino sembrará en el alma la semilla que dará frutos para vida eterna.