Palabras de Vida del Gran Maestro

Capítulo 23

Un mensaje a la iglesia moderna

[Flash Player]

LA PARÁBOLA de los dos hijos fue seguida por la parábola de la viña. En la primera, Cristo había presentado delante de los maestros judíos la importancia de la obediencia. En la otra, señaló las ricas bendiciones conferidas a Israel, y por medio de éstas mostró el derecho que Dios tenía a su obediencia. Presentó delante de ellos la gloria del propósito de Dios, que podrían haber cumplido mediante la obediencia. Apartando el velo del futuro, mostró cómo, al dejar de cumplir su propósito, toda la nación estaba renunciando a su bendición y trayendo sobre sí la ruina.

"Fue un hombre, padre de familia -dijo Cristo-, el cual plantó una viña; y la cercó de vallado, y cavó en ella un lagar, y edificó una torre, y la dio a renta a labradores, y se partió lejos".

La nación judía

El profeta Isaías describe esta viña: "Ahora cantare por mi amado el cantar de mi amado a su viña. Tenía mi amado una viña en un recuesto, lugar fértil. Habíala cercado, y despedregádola y plantádola de vides escogidas: había edificado en medio de ella una torre, y también asentado un lagar en ella; y esperaba que llevase uvas".

El labrador escoge una parcela de terreno en el desierto; la cerca, la limpia, la trabaja, la planta con vides escogidas, esperando una rica cosecha. Espera que este terreno, en su superioridad con respecto al desierto inculto, le honre mostrando los resultados de su cuidado y los afanes con que lo cultivó. Así Dios había escogido a un pueblo de entre el mundo para que fuera preparado y educado por Cristo. El profeta dice: "La viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá planta suya deleitosa". Sobre ese pueblo Dios había prodigado grandes privilegios, bendiciéndolo ricamente con su abundante bondad. Esperaba que lo honraran llevando fruto. Habían de revelar los principios de su reino. En medio de un mundo caído e impío habían de representar el carácter de Dios.

Al igual que la viña del Señor, habían de producir un fruto completamente diferente del de las naciones paganas. Esos pueblos idólatras se habían entregado a la iniquidad. Sin ninguna restricción se ejercían la violencia, el crimen, la gula, la opresión y las prácticas más corruptas. La iniquidad, la degradación y la miseria eran el fruto del árbol corrupto. Muy diferente había de ser el fruto dado por la viña plantada por Dios.

El privilegio de la nación judía era el de representar el carácter de Dios tal como había sido revelado a Moisés. En respuesta a la oración de Moisés: "Ruégote que me muestres tu gloria", el Señor le prometió: "Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro". "Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: Jehová, Jehová, fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en benignidad y verdad; que guarda la misericordia en millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado". Este era el fruto que Dios deseaba de su pueblo. En la pureza de sus caracteres, en la santidad de sus vidas, en su misericordia, en su amante bondad y compasión, habían de mostrar que "la ley de Jehová es perfecta, que vuelve el alma".

El propósito de Dios era impartir ricas bendiciones a todo el mundo mediante la nación judía. Por medio de Israel había de prepararse el camino para la difusión de su luz a todo el mundo. Las naciones de la tierra, al seguir prácticas corruptas, habían perdido el conocimiento de Dios. Sin embargo, en su misericordia, Dios no las rayó de la existencia. Se propuso darles la oportunidad de llegar a conocerlo mediante su iglesia. Quería que los principios revelados por medio de su pueblo fueran los medios de restaurar la imagen moral de Dios en el hombre.

Para cumplir este propósito, Dios llamó a Abrahán a salir de su parentela idólatra, y le indicó que morara en la tierra de Canaán. "Haré de ti una nación grande, y bendecirte he, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición", le dijo.

Los descendientes de Abrahán, Jacob y su posteridad, fueron llevados a Egipto, para que en medio de aquella grande e impía nación pudieran revelar los principios del reino de Dios. La integridad de José y su maravillosa obra al preservar la vida de toda la nación egipcia, fue una representación de la vida de Cristo. Moisés y muchos otros fueron testigos de Dios.

Al sacar a Israel de Egipto, Dios manifestó nuevamente su poder y misericordia. Las obras maravillosas realizadas al librarlos del cautiverio y la forma en que los trató en su viaje por el desierto, no fueron únicamente para el beneficio de Israel. Habían de ser una lección objetiva para las naciones circunvecinas. El Señor se reveló a sí mismo como un Dios que estaba por encima de toda autoridad y grandeza humanas. Las señales y maravillas que realizó en favor de su pueblo mostraban su poder sobre la naturaleza y sobre los más encumbrados adoradores de ella. Dios pasó por la orgullosa tierra de Egipto así como pasará por la tierra en los últimos días. Con fuego y tempestad , terremoto y muerte, el gran YO SOY redimió a su pueblo. Lo sacó de la tierra de esclavitud. Lo guió a través de "un desierto grande y espantoso, de serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed". Les sacó agua de " la roca del peñal" y los alimento con "trigo de los cielos". "Porque -como le dijo a Moisés- la parte de Jehová es su pueblo; Jacob la cuerda de su heredad. Hallólo en tierra de desierto, y en desierto horrible y yermo; trájolo alrededor, instruyólo, guardólo como la niña de su ojo. Como el águila despierta su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas: Jehová solo le guió, que no hubo con él dios ajeno". Así los sacó para él, para que pudieran morar bajo la sombra del Altísimo.

Cristo era el dirigente de los hijos de Israel en sus peregrinaciones por el desierto. El los dirigió y guió rodeados por la columna de nubes de día y la columna de fuego de noche. Los preservó de los peligros del desierto, los llevó a la tierra prometida, y a la vista de todas las naciones que no reconocían a Dios, estableció a Israel como su posesión escogida, la viña del Señor.

A este pueblo le fueron confiados los oráculos de Dios. Se lo rodeó con el vallado de los preceptos de su ley, los principios eternos de verdad, justicia y pureza. La obediencia a esos principios había de ser su protección, pues los salvaría de la destrucción propia por las prácticas pecaminosas. Y, como la torre en la viña, Dios colocó en medio de la tierra su santo templo.

Cristo era su instructor. Así como había estado con ellos en el desierto, había de continuar siendo su maestro y guía. En el tabernáculo y en el templo su gloria moraba en la santa shekinah encima del propiciatorio. En favor de ellos, manifestó constantemente las riquezas de su amor y paciencia.

Dios quería hacer de su pueblo Israel una alabanza y una gloria. Se dio a ellos toda ventaja espiritual. Dios no les negó nada favorable a la formación del carácter que había de hacerlos sus representantes.

Su obediencia a la ley de Dios había de hacerlos maravillas de prosperidad delante de las naciones del mundo. El que podía darles sabiduría y habilidad en todo artificio, continuaría siendo su maestro, y los ennoblecería y elevaría mediante la obediencia a sus leyes. Si eran obedientes, habían de ser preservados de las enfermedades que afligían a otras naciones, y habían de ser bendecidos con vigor intelectual. La gloria de Dios, su majestad y poder, habían de revelarse en toda su prosperidad. Habían de ser un reino de sacerdotes y príncipes. Dios les proveyó toda clase de facilidades para que llegaran a ser la más grande nación de la tierra.

En una forma muy definida Cristo, mediante Moisés, les había presentado el propósito de Dios, y había aclarado las condiciones de su prosperidad: "Tú eres pueblo santo a Jehová tu Dios -dijo él-: Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la haz de toda la tierra... Conoce, pues, que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandatos, hasta las mil generaciones... Guarda por tanto los mandamientos, y estatutos, y derechos que yo te mando hoy que cumplas. Y será que, por haber oído estos derechos, y guardado y puéstolos por obra, Jehová tu Dios guardará contigo el pacto y la misericordia que juró a tus padres; y te amará, y te bendecirá, y te multiplicará, y bendecirá el fruto de tu vientre, y el fruto de tu tierra, y tu grano, y tu mosto, y tu aceite, la cría de tus vacas, y los rebaños de tus ovejas, en la tierra que juró a tus padres que te daría. Bendito serás más que todos los pueblos... Y quitará Jehová de ti toda enfermedad; y todas las malas plagas de Egipto, que tú sabes, no las pondrá sobre ti".

Si ellos guardaban sus mandamientos, Dios prometía darles el mejor trigo, y sacarles miel de la roca. Habría de satisfacerlos con una larga vida, y mostrarles su salvación.

Por su desobediencia a Dios, Adán y Eva habían perdido el Edén, y debido a su pecado toda la tierra quedó maldita. Pero si el pueblo de Dios seguía su instrucción, su tierra había de ser restaurada a la fertilidad y la belleza. Dios mismo les dio instrucciones en cuanto a la forma de cultivar el suelo, y ellos habían de cooperar con él en su restauración. De modo que toda la tierra, bajo el dominio de Dios, llegaría a ser una lección objetiva de verdad espiritual. Así como en obediencia a las leyes naturales de Dios, la tierra había de producir sus tesoros, así en obediencia a sus leyes morales el corazón de la gente había de reflejar los atributos del carácter de Dios. Aun los paganos reconocerían la superioridad de los que servían y adoraban al Dios viviente.

"Mirad -dijo Moisés-, yo os he enseñado estatutos y derechos, como Jehová mi Dios me mandó, para que hagáis así en medio de la tierra en la cual entráis para poseerla. Guardadlos, pues, y ponedlos por obra: porque ésta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia en ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido, gente grande es ésta. Porque ¿qué gente grande hay que tenga los dioses cercanos a sí, como lo está Jehová nuestro Dios en todo cuanto le pedimos? Y ¿qué gente grande hay que tenga estatutos y derechos justos, como es toda esta ley que yo pongo hoy delante de vosotros?"

Los hijos de Israel habían de ocupar todo el territorio que Dios les había señalado. Habían de ser desposeídas las naciones que rechazaran el culto y el servicio al verdadero Dios. Pero el propósito de Dios era que por la revelación de su carácter mediante Israel, los hombres fueran atraídos a él. A todo el mundo se le dio la invitación del Evangelio. Por medio de la enseñanza del sistema de sacrificios, Cristo había de ser levantado delante de las naciones, y habían de vivir todos los que lo miraran. Todos los que, como Rahab la cananea, y Rut la moabita, se volvieran de la idolatría al culto del verdadero Dios, habían de unirse con el pueblo escogido. A medida que aumentara el número de los israelitas, éstos habían de ensanchar sus fronteras, hasta que su reino abarcara el mundo.

Dios deseaba colocar todas las naciones bajo su gobierno misericordioso. Deseaba que la tierra se llenara de gozo y paz. Creó al hombre para la felicidad, y anhela llenar el corazón humano con la paz del cielo. Desea que las familias terrenales sean un símbolo de la gran familia celestial.

Pero Israel no cumplió el propósito de Dios. El Señor declaró: "Yo te planté de buen vidueño, simiente verdadera toda ella: ¿cómo pues te me has tornado sarmiento de vid extraña?" "Es Israel una frondosa viña, haciendo frutos para sí". "Ahora pues, vecinos de Jerusalén y varones de Judá, juzgad ahora entre mí y mi viña. ¿Qué más se había de hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella? ¿Cómo, esperando yo que llevase uvas ha llevado uvas silvestres? Os mostraré pues ahora lo que haré yo a mi viña: Quitaréle su vallado, y será para ser consumida; aportillaré su cerca, y será para ser hollada; haré que quede desierta; no será podada ni cavada, y crecerá el cardo y las espinas: y aun a las nubes mandaré que no derramen lluvia sobre ella. Ciertamente... esperaba juicio, y he aquí vileza; justicia, y he aquí clamor".

Mediante Moisés, el Señor había presentado delante de su pueblo el resultado de la infidelidad. Al rehusar guardar su pacto, se habían de apartar de la vida de Dios, y su bendición no podía venir sobre ellos. "Guárdate -dijo Moises-, que no te olvides de Jehová tu Dios, para no observar sus mandamientos, y sus derechos, y sus estatutos, que yo te ordeno hoy: que quizás no comas y te hartes, y edifiques buenas casas en que mores, y tus vacas y tus ovejas se aumenten, y la plata y el oro se te multipliquen, y todo lo que tuvieres se te aumente, y se eleve luego tu corazón, y te olvides de Jehová tu Dios... Y digas en tu corazón: Mi poder y la fortaleza de mi mano me han traído esta riqueza... Mas será, si llegares a olvidarte de Jehová tu Dios, y anduvieras en pos de dioses ajenos, y les sirvieres, y a ellos te encorvares, protéstolo hoy contra vosotros, que de cierto pereceréis. Como las gentes que Jehová destruirá delante de vosotros, así pereceréis; por cuanto no habréis atendido a la voz de Jehová vuestro Dios".

La advertencia no fue tenida en cuenta por el pueblo judío. Se olvidaron de Dios, y perdieron de vista su elevado privilegio como representantes suyos. Las bendiciones que habían recibido no proporcionaron ninguna bendición al mundo. Todas sus ventajas fueron empleadas para su propia glorificación. Privaron a Dios del servicio que él requería de ellos, y robaron a sus prójimos la dirección religiosa y el ejemplo santo. A semejanza de los habitantes del mundo antediluviano, siguieron todos los pensamientos de su mal corazón. Así ellos hicieron aparecer como una farsa las cosas sagradas, diciendo: "Templo de Jehová, templo de Jehová es éste", mientras que al mismo tiempo representaban indebidamente el carácter de Dios, deshonrando su nombre y profanando su santuario.

Los labradores que habían sido encargados de la viña del Señor, fueron infieles a la confianza depositada en ellos. Los sacerdotes y los maestros no fueron fieles instructores del pueblo. No mantuvieron delante de él la bondad y la misericordia de Dios y su derecho a su amor y servicio. Estos labradores buscaron su propia gloria. Deseaban apropiarse de los frutos de la viña. Tenían el propósito de atraer la atención y el homenaje hacia sí.

El pecado de estos dirigentes de Israel, no era como el pecado de un transgresor vulgar. Ellos estaban colocados bajo la más solemne obligación hacia Dios. Se habían comprometido a enseñar un "así dice Jehová", y a manifestar estricta obediencia en su vida práctica. En vez de hacer esto, pervertían las Escrituras. Colocaban pesadas cargas sobre los hombres, estableciendo ceremonias forzosas en todos los asuntos de la vida. El pueblo vivía en una inquietud continua; pues no podía cumplir con los requisitos impuestos por los rabinos. Cuando vieron la imposibilidad de guardar los mandamientos hechos por los hombres, se tornaron descuidados respecto a los mandamientos de Dios.

El Señor le había enseñado a su pueblo que él era el propietario de la viña, y que todas sus posesiones les habían sido confiadas a fin de que fuesen usadas para él. Pero los sacerdotes y los maestros no realizaban su sagrado oficio como si hubiesen estado manejando la propiedad de Dios. Le robaban sistemáticamente los medios y las facilidades confiados a ellos para el adelanto de su obra. Su avaricia y ambición hacían que fuesen despreciados aun por los paganos. Así se le dio ocasión al mundo gentil de interpretar mal el carácter de Dios y las leyes de su reino.

Dios soportó a su pueblo con corazón paternal. Lo constriñó con misericordias dadas y misericordias retiradas. Pacientemente le presentó sus pecados, y con tolerancia esperó su reconocimiento. Fueron enviados profetas y mensajeros para que insistiesen ante los labradores en las demandas de Dios; pero en vez de ser bienvenidos, fueron tratados como enemigos. Los labradores los persiguieron y los mataron. Dios todavía envió otros mensajeros, pero ellos recibieron el mismo trato que los primeros, sólo que los labradores mostraron aún un odio más resuelto.

Como un último recurso, Dios envió a su Hijo diciendo: "Tendrán respeto a mi hijo". Pero su resistencia los había vuelto vengativos, y dijeron entre sí: "Este es el heredero; venid, matémosle, y tomemos su heredad". Entonces se nos dejará gozar de la viña y hacer lo que nos plazca con el fruto.

Los gobernantes judíos no amaban a Dios; por lo que se apartaron de él, y rechazaron todos sus ofrecimientos de hacer un justo arreglo. Cristo, el Amado de Dios, vino para presentar las demandas del Dueño de la viña, pero los labradores lo trataron con marcado desprecio, diciendo: Este: hombre no nos gobernará. Tenían envidia de la belleza de carácter de Cristo. La forma de enseñar que Cristo tenia era muy superior a la de ellos, y temían su éxito. El los reconvino, desenmascarando su hipocresía y mostrándoles los resultados seguros de su proceder. Esto los irritó hasta la locura. Se sentían requemados bajo los reproches que no podían acallar. Aborrecían la elevada norma de justicia que Cristo presentaba continuamente. Veían que sus enseñanzas los estaban colocando en el lugar en donde su egoísmo iba a quedar al descubierto, y determinaron matarlo. Aborrecían su ejemplo de veracidad y piedad, y la elevada espiritualidad revelada en todo lo que hacía. Su vida entera era un reproche para el egoísmo de ellos, y cuando se presentó la prueba final, la prueba que significaba obediencia para vida eterna o desobediencia para muerte eterna, rechazaron al Santo de Israel. Cuando se les pidió que escogieran entre Cristo y Barrabás, clamaron: "Suéltanos a Barrabás". Y cuando Pilato preguntó: "¿Qué pues haré de Jesús?" gritaron ferozmente: "Crucifícale". "¿A vuestro rey he de crucificar?" preguntó Pilato, y de los sacerdotes y magistrados se elevó la respuesta: "No tenemos rey sino a César". Cuando Pilato se lavó las manos diciendo: "Inocente soy yo de la sangre de este justo", los sacerdotes se unieron con la turba ignorante en su exclamación apasionada: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos".

Así hicieron su elección los dirigentes judíos. Su decisión fue registrada en el libro que Juan vio en la mano de Aquel que se sienta en el trono, el libro que ningún hombre podía abrir. Con todo su carácter vindicativo aparecerá esta decisión delante de ellos el día en que este libro sea abierto por el León de la tribu de Judá.

Los judíos abrigaban la idea de que eran los favoritos del cielo, y que siempre habían de ser exaltados como iglesia de Dios. Eran los hijos de Abrahán, declaraban, y tan firme les parecía el fundamento de su prosperidad, que desafiaban al cielo y a la tierra a que los desposeyeran de sus derechos. Sin embargo, mediante sus vidas de infidelidad, se estaban preparando para la condenación del cielo y su separación de Dios.

En la parábola de la viña, después que Cristo hubo descrito delante de los sacerdotes su acto culminante de impiedad, les hizo la pregunta: "Cuando viniere el señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores?" Los sacerdotes habían seguido la narración con profundo interés, y sin considerar la relación que el tema tenía con ellos, se unieron con el pueblo en la respuesta: "A los malos destruirá miserablemente, y su viña dará a renta a otros labradores, que le paguen el fruto a sus tiempos".

Sin advertirlo, habían pronunciado su propia sentencia. Jesús los contempló, y bajo su escudriñadora mirada ellos supieron que leía los secretos de su corazón. Su divinidad irradió delante de ellos con poder inconfundible. Vieron en los labradores el propio retrato de sí mismos, e involuntariamente exclamaron: "¡Dios nos libre!"

Solemne y sentidamente Cristo les preguntó: "¿Nunca leísteis en las Escrituras: la piedra que desecharon los que edificaban, ésta fue hecha por cabeza de esquina; por el Señor es hecho esto, y es cosa maravillosa en nuestros ojos? Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que haga los frutos de él. Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará".

Cristo podría haber impedido la condenación de la nación judía si el pueblo lo hubiera recibido. Pero la envidia y los celos hicieron implacables a los hijos de Israel. Determinaron no recibir a Jesús de Nazaret como el Mesías. Rechazaron la luz del mundo, y de allí en adelante sus vidas estuvieron rodeadas de tinieblas, como las tinieblas de media noche. La condena predicha cayó sobre la nación judía. Sus propias pasiones feroces e indómitas produjeron su ruina. En su ira ciega se destruyeron mutuamente. Su terco orgullo rebelde trajo sobre ellos la ira de sus conquistadores romanos. Jerusalén fue destruida, el templo dejado en ruinas y el terreno arado como un campo. Los hijos de Judá perecieron en las más horribles formas de muerte. Millones fueron vendidos para servir como esclavos en tierras paganas.

Como pueblo, los judíos habían dejado de cumplir el propósito de Dios, y la viña les fue quitada. Los privilegios de que habían abusado, la obra que habían menospreciado, fueron confiados a otros.

La iglesia de hoy día

La parábola de la viña se aplica no sólo a la nación judía. Tiene una lección para nosotros. La iglesia en esta generación ha sido dotada por Dios de grandes privilegios y bendiciones, y él espera los resultados correspondientes.

Hemos sido redimidos mediante un rescate costoso. Sólo por la grandeza de este rescate podemos concebir sus resultados. En esta tierra, la tierra cuyo suelo ha sido humedecido por las lágrimas y la sangre del Hijo de Dios, se han de producir preciosos frutos del paraíso. En la vida de los hijos de Dios, las verdades de su Palabra han de revelar su gloria y excelencia. Mediante su pueblo, Cristo ha de manifestar su carácter y los principios de su reino.

Satanás trata de obstruir la obra de Dios, e insta constantemente a los hombres a aceptar sus principios. Presenta al pueblo escogido de Dios como a gente engañada. Es un acusador de los hermanos, y su poder de acusar lo emplea contra los que obran justicia. El Señor desea, mediante su pueblo, contestar las acusaciones de Satanás mostrando los resultados de la obediencia a los principios rectos.

Esos principios se han de manifestar en el cristiano individualmente, en la familia, en la iglesia, y en cada institución establecida para el servicio de Dios. Todos éstos han de ser símbolos de lo que se puede hacer para el mundo. Han de ser representaciones del poder salvador de las verdades del Evangelio. Todos son agentes en el cumplimiento del gran propósito de Dios para la especie humana.

Los dirigentes judíos consideraban con orgullo su magnífico templo y los imponentes ritos de sus servicios religiosos; pero les faltaba la justicia, la misericordia y el amor de Dios. La gloria del templo, el esplendor de sus servicios, no podían recomendarlos a Dios; pues no le ofrecían lo único que es de valor a su vista. No le presentaban el sacrificio de un espíritu humilde y contrito. Cuando los principios vitales del reino de Dios se pierden, las ceremonias se aumentan y se hacen extravagantes. Cuando se descuida la edificación del carácter, cuando faltan los adornos del alma, cuando se pierde de vista la sencillez de la piedad, entonces el orgullo y el amor a la ostentación demandan magníficos templos, espléndidos adornos, y ceremonias imponentes. En todo esto no se honra a Dios. Una religión a la moda que consiste en ceremonias, exterioridades y ostentación, no es aceptable ante él. Los servicios de tal religión, no obtienen respuesta de los mensajeros celestiales.

La iglesia es muy preciosa a la vista de Dios. El la aquilata, no por sus ventajas externas, sino por la sincera piedad que la distingue del mundo. La estima de acuerdo con el crecimiento de los miembros en el conocimiento de Cristo, de acuerdo con su progreso en la vida espiritual.

Cristo anhela recibir de su viña el fruto de santidad y abnegación. Busca los principios de amor y bondad. Toda la belleza del arte no puede compararse con la belleza del temperamento y del carácter que se han de revelar en los que son representantes de Cristo. La atmósfera de la gracia que rodea el alma del creyente, el Espíritu Santo que trabaja en la mente y el corazón, son los que hacen de él un sabor de vida para vida, y permiten que Dios bendiga su obra.

Una congregación puede ser la más pobre de la tierra. Puede carecer del atractivo de la apariencia exterior; pero si los miembros poseen los principios del carácter de Cristo, tendrán el gozo de él en sus almas. Los ángeles se unirán con ellos en su culto. La alabanza y acción de gracias de los corazones agradecidos, ascenderán al Salvador como una dulce ofrenda.

El Señor desea que mencionemos su bondad y hablemos de su poder. Se le honra mediante la expresión de alabanza y agradecimiento. El dice: "El que sacrifica alabanza me honrará". Cuando los hijos de Israel viajaban por el desierto, alababan a Dios con himnos sagrados. Los mandamientos y las promesas de Dios fueron provistos de música y a lo largo de todo el sendero fueron cantados por los peregrinos. Y en Canaán, al participar de las fiestas sagradas, las maravillosas obras de Dios habían de ser repasadas, y se había de ofrecer el agradecimiento debido a su nombre. Dios deseaba que toda la vida de su pueblo fuera una vida de alabanza. En esa forma los caminos de Dios habían de ser conocidos "en la tierra", y su salud "en todas las gentes".

Así debería ser también hoy. Los habitantes del mundo adoran dioses falsos. Han de ser apartados de su falso culto, no porque oigan acusaciones contra sus ídolos, sino porque se les presente algo mejor. Han de ser pregonadas las bondades de Dios. "Sois mis testigos, dice Jehová, que yo soy Dios".

El Señor desea que apreciemos el gran plan de la redención, que comprendamos nuestro elevado privilegio como hijos de Dios, y que caminemos delante de él en obediencia y agradecimiento. Desea que le sirvamos en novedad de vida, con alegría cada día. Anhela que la gratitud brote de nuestro corazón porque nuestro nombre está escrito en el libro de la vida del Cordero, porque podemos poner todos nuestros cuidados sobre Aquel que cuida de nosotros. El nos ordena que nos regocijemos porque somos la herencia del Señor, porque la justicia de Cristo es el manto blanco de sus santos, porque tenemos la bendita esperanza de la pronta venida de nuestro Salvador.

El alabar a Dios de todo corazón y con sinceridad, es un deber igual al de la oración. Hemos de mostrar al mundo y a los seres celestiales que apreciamos el maravilloso amor de Dios hacia la humanidad caída, y que esperamos bendiciones cada vez mayores de su infinita plenitud. Mucho más de lo que hacemos, debemos hablar de los preciosos capítulos de nuestra vida cristiana. Después de un derramamiento especial del Espíritu Santo, aumentarían grandemente nuestro gozo en el Señor y nuestra eficiencia en su servicio, al repasar sus bondades y sus maravillosas obras en favor de sus hijos.

Estas prácticas rechazan el poder de Satanás. Excluyen el espíritu de murmuración y queja, y el tentador pierde terreno. Fomentan aquellos atributos del carácter que habilitarán a los habitantes de la tierra para las mansiones celestiales.

Un testimonio tal tendrá influencia sobre otros. No se puede emplear un medio más eficaz para ganar almas para Cristo.

Hemos de alabar a Dios mediante un servicio tangible, haciendo todo lo que podamos para aumentar la gloria de su nombre. Dios nos imparte sus dones para que podamos también dar, y hacer así que el mundo conozca su carácter. En el sistema judío, las ofrendas formaban una parte esencial del culto de Dios. Se enseñaba a los israelitas a destinar una décima parte de todas sus entradas al servicio del santuario. Además de esto habían de traer ofrendas por el pecado, ofrendas voluntarias, y ofrendas de gratitud. Estos eran los medios para sostener el ministerio del Evangelio en aquel tiempo. Dios no espera menos de nosotros de lo que esperaba de su pueblo antiguamente. Debe llevarse adelante la gran obra de la salvación de las almas. El ha hecho provisión para esa obra por medio del diezmo y las ofrendas. El espera que así se sostenga el ministerio del Evangelio. Reclama el diezmo como suyo, y siempre debería ser considerado como una reserva sagrada, a fin de ser colocado en su tesorería para beneficio de la causa de Dios. El nos pide también ofrendas voluntarias y ofrendas de gratitud. Todo esto ha de ser dedicado para la propagación del Evangelio hasta los confines de la tierra.

El servicio que se hace para Dios incluye el ministerio personal. Mediante el esfuerzo individual, hemos de cooperar con él en la salvación del mundo. La orden de Cristo: "Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a toda criatura", se dirige a cada uno de sus seguidores. Todos los que sean investidos para una vida semejante a la de Cristo, han de trabajar por la salvación de sus prójimos. Su corazón latirá al unísono con el corazón de Cristo. Se manifestará en ellos el mismo anhelo por las almas que él sentía. No todos pueden ocupar el mismo lugar en la obra, pero hay un lugar y una obra para cada uno.

En la antigüedad, Abrahán, Isaac, Jacob y Moisés, con su humildad y sabiduría, y Josué con sus diversos dones, fueron todos empleados en el servicio de Dios. La música de María, el valor y la piedad de Débora, el afecto filial de Rut, la obediencia y fidelidad de Samuel, la firme fidelidad de Elias, la suavizadora y subyugadora influencia de Eliseo, todas estas cualidades se necesitaron. Así también ahora, todos aquellos a quienes Dios ha prodigado sus bendiciones, han de responder con un servicio verdadero; ha de emplearse cada don para el adelanto de su reino y la gloria de su nombre.

Todos los que reciben a Cristo como un Salvador personal, han de manifestar la verdad del Evangelio y su poder salvador en la vida. Dios no pide nada sin hacer provisión para su cumplimiento. Por medio de la gracia de Cristo podemos realizar todo lo que Dios requiere. Todas las riquezas del cielo, han de ser reveladas mediante el pueblo de Dios. Dijo Cristo: "En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos".

Dios reclama toda la tierra como su viña. Aunque ahora esté en manos del usurpador, pertenece a Dios. Es suya tanto por la redención como por la creación. Cristo hizo su sacrificio por el mundo. "De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito". Mediante este don único, todos los demás se imparten a los hombres. Diariamente todo el mundo recibe las bendiciones de Dios. Cada gota de lluvia, cada rayo de luz prodigados sobre la humanidad ingrata, cada hoja, flor y fruto, testifican de la tolerancia de Dios y de su gran amor.

¿Y qué se da en cambio al gran Dador? ¿Cómo consideran los hombres las demandas de Dios? ¿A quién rinden el servicio de su vida las multitudes? Sirven a Mammón. La riqueza, la posición, los placeres del mundo son su blanco. La riqueza se obtiene robando no sólo a los hombres, sino a Dios. Los hombres usan los dones divinos para complacer su egoísmo. Todo lo que pueden tomar lo usan para satisfacer su amor egoísta de placer.

El pecado del mundo de hoy día es el mismo que acarreó la destrucción de Israel. La ingratitud a Dios, el descuido de las oportunidades y bendiciones, el aprovechamiento egoísta de los dones de Dios: todo esto estaba comprendido en el pecado que hizo caer la ira sobre Israel. Estos males están trayendo la ruina al mundo actual.

Las lágrimas que Cristo derramó sobre el Monte de las Olivas al contemplar la ciudad escogida, no lo derramó solamente por Jerusalén. En la suerte de esta ciudad, él contempló la destrucción del mundo.

"¡Si también tú conocieses, a lo menos en éste tu día lo que toca a tu paz! mas ahora está encubierto a tus ojos".

"En éste tu día". El día está llegando a su fin. Casi ha terminado el tiempo de misericordia y privilegios. Se están reuniendo las nubes de venganza. Los que han rechazado la gracia de Dios, están por ser envueltos en una ruina súbita e irreparable.

Sin embargo, el mundo duerme. Sus habitantes no conocen el tiempo de su visitación.

¿Dónde se ha de encontrar la iglesia en esta crisis? ¿Están cumpliendo sus miembros con las demandas de Dios? ¿Están cumpliendo la comisión divina y presentando el carácter de Dios al mundo? ¿Están llamando con insistencia la atención de sus prójimos al último misericordioso mensaje de amonestación?

Los hombres están en peligro. Las multitudes perecen. ¡Pero cuán pocos de los profesos seguidores de Cristo sienten anhelo por esas almas! El destino de un mundo se halla en juego en la balanza; pero esto apenas si conmueve a los que pretenden creer las verdades más abarcantes que jamás hayan sido dadas a los mortales. Hay falta de aquel amor que indujo a Cristo a abandonar su hogar celestial y tomar la naturaleza humana a fin de que la humanidad pudiera tocar a la humanidad, y llevarla a la divinidad. Hay un estupor, una parálisis sobre el pueblo de Dios, que le impide entender el deber de la hora.

Cuando los israelitas entraron en Canaán, no cumplieron el propósito de Dios de poseer toda la tierra. Después de hacer una conquista parcial, se establecieron para disfrutar de los resultados de sus victorias. En su incredulidad y amor a la comodidad, se congregaron en las porciones ya conquistadas en vez de proseguir y ocupar nuevos territorios. Así comenzaron a apartarse de Dios. Al no cumplir el propósito divino, hicieron imposible que Dios cumpliera su promesa de bendecirlos. ¿No está haciendo lo mismo la iglesia de hoy? Teniendo ante ellos a todo el mundo necesitado del Evangelio, los profesos cristianos se congregan donde puedan gozar de los privilegios evangélicos. No sienten la necesidad de ocupar nuevos territorios, llevando el mensaje de salvación a las regiones remotas. Rehúsan cumplir el mandato de Cristo: "Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a toda criatura". ¿Son menos culpables de lo que fue la iglesia judía?

Los profesos seguidores de Cristo están siendo probados ante el universo celestial; pero la frialdad de su celo y la debilidad de sus esfuerzos en el servicio de Dios los señalaba como infieles. Si lo que están haciendo fuera lo máximo que pueden hacer, no caería la condenación sobre ellos; pero si su corazón estuviera ocupado en la obra, podrían hacer mucho más. Ellos saben, y el mundo también lo sabe, que han perdido en gran medida el espíritu de abnegación y sacrificio. Hay muchos frente a cuyos nombres se encontrará escrito en los libros del cielo lo siguiente: No son productores, sino consumidores. Muchos de los que llevan el nombre de Cristo, oscurecen su gloria, velan su belleza, lo privan de su honor.

Hay muchos cuyos nombres están en los libros de la iglesia, pero que no están bajo el dominio de Cristo. No hacen caso de sus instrucciones ni cumplen con su obra. De aquí que están bajo el dominio del enemigo. No están haciendo un bien positivo; por lo tanto, están realizando un daño incalculable. Debido a que su influencia no es un sabor de vida para vida, es un sabor de muerte para muerte.

El Señor dice: "¿No había de hacer visitación sobre esto?" Por cuanto los hijos de Israel no cumplieron con el propósito de Dios, fueron puestos a un lado, y el Señor extiende su invitación a otros. Si éstos también son infieles, ¿no serán rechazados de la misma forma?

En la parábola de la viña, Cristo declaró culpables a los labradores. Ellos fueron los que habían rehusado dar a su señor el fruto de su terreno. Los sacerdotes y magistrados de la nación judía fueron los que, al descarriar al pueblo, le haían robado a Dios el servicio que él reclamaba. Fueron ellos los que apartaron de Cristo a la nación.

La ley de Dios, exenta de tradiciones humanas, fue presentada por Cristo como la gran norma de obediencia. Esto despertó la enemistad de los rabinos. Ellos habían puesto las enseñanzas humanas por encima de la Palabra de Dios, y habían apartado al pueblo de sus preceptos. No estaban dispuestos a renunciar a sus mandamientos hechos por hombres, a fin de obedecer los requerimientos de la Palabra de Dios. No querían sacrificar, por causa de la verdad, el orgullo de la razón y la alabanza de los hombres. Cuando Cristo vino, presentando a la nación las demandas de Dios, los sacerdotes y ancianos le negaron su derecho de interponerse entre ellos y el pueblo. No estaban dispuestos a aceptar sus reproches y amonestaciones, y se propusieron malquistar a la gente con Jesús y así destruirlo.

Ellos fueron responsables del rechazamiento de Cristo, con los resultados que le siguieron. El pecado de una nación y su ruina se debieron a los dirigentes religiosos.

¿No obran acaso las mismas influencias en nuestros días? ¿No están muchos siguiendo los pasos de los dirigentes judíos a semejanza de los labradores de la viña del señor? ¿Acaso los dirigentes religiosos no están apartando a los hombres de los claros requisitos de la Palabra de Dios? ¿No están educándolos en la transgresión en vez de la obediencia de la ley de Dios? Desde muchos púlpitos de las iglesias se enseña a la gente que no es obligatoria la ley de Dios. Se exaltan las tradiciones, ordenanzas y costumbres humanas. Los dones de Dios se emplean para fomentar el orgullo y la complacencia propia, al paso que se olvidan las demandas de Dios.

Al poner a un lado la ley de Dios, los hombres no saben lo que están haciendo. La ley de Dios es la transcripción de su carácter. Abarca los principios de su reino. El que rehúsa aceptar esos principios, se está colocando fuera del canal por donde fluyen las bendiciones de Dios.

Las gloriosas posibilidades presentadas ante Israel se podían realizar únicamente mediante la obediencia a los mandamientos de Dios. La misma elevación de carácter, la misma plenitud de bendición -bendición de la mente, el alma y el cuerpo, bendición del hogar y del campo, bendición para esta vida y la venidera-, podemos obtenerlas únicamente por medio de la obediencia.

Tanto en el mundo espiritual como en el natural, la obediencia a las leyes de Dios es la condición para llevar fruto. Y cuando los hombres enseñan a la gente a desobedecer los mandamientos de Dios, están impidiendo que den fruto para su gloria. Son culpables de retener del Señor los frutos de su viña.

Los mensajeros de Dios mandados por el Maestro vienen a nosotros. Vienen, como Cristo, demandando obediencia a la Palabra de Dios. Piden los frutos de la viña, los frutos del amor, la humildad y el servicio abnegado. ¿Acaso no hay muchos labradores que, a semejanza de los dirigentes judíos, se mueven a ira? Cuando se presentan delante del pueblo las demandas de la ley de Dios, ¿no usan su influencia esos maestros para inducir a los hombres a rechazarlas? A tales maestros Dios llama siervos infieles.

Las palabras que Dios dirigió al antiguo Israel encierran una solemne amonestación para la iglesia actual y sus dirigentes. De Israel dijo el Señor: "Escribíle las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosas ajenas". Y él declaró de los sacerdotes y maestros: "Mi pueblo fue talado porque le faltó sabiduría. Porque tú desechaste la sabiduría, yo te echaré... pues que olvidaste la ley de tu Dios, también yo me olvidaré de tus hijos".

¿No se hará caso de las reprensiones de Dios? ¿No se aprovecharán las oportunidades de servir? ¿Impedirán la mofa del mundo, el orgullo de la razón, la conformidad a las costumbres y tradiciones humanas, que los profesos seguidores de Cristo le sirvan? ¿Rechazarán la Palabra de Dios como los dirigentes judíos rechazaron a Cristo? Delante de nosotros está el resultado del pecado de Israel. ¿Aceptará la amonestación la iglesia de Dios hoy día?

"Si algunas de las ramas fueron quebradas, y tú siendo acebuche, has sido ingerido en lugar de ellas, y has sido hecho partícipe de la raíz y de la grosura de la oliva; no te jactes... por su incredulidad fueron quebradas, mas tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, antes teme, que sí Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco no perdone".